lunes, 9 de marzo de 2015

Santa María Eugenia de Jesús



Nació el 26 de agosto de 1817 en Metz, Francia. La ideología liberal de sus padres que gozaban de una espléndida posición –el Sr. Milleret era banquero y político; estaba impregnado de la ideología volteriana– no parecía la más idónea para una futura santa. Pero Dios está siempre por encima de las circunstancias de la vida, alumbrando a sus hijos para que alcancen la unión con Él. Y como Anna siguió los dictados divinos, llegó a los altares. La base de su educación fueron valores universales a los que luego su vida evangélica les daría el sentido conferido por Cristo, pero ella misma reconoció que aquéllos fueron esenciales. No contando con el crucial apoyo de su familia, por declararse no creyente, era admirable que acudiese a las misas dominicales. Ahora bien, como tantas personas, lo hacía sin mayor afán de compromiso. Pero al recibir la primera comunión en las navidades de 1829 algo muy hondo y especial se produjo en su interior. A partir de 1830 la familia se resquebrajó. A la pérdida de bienes materiales de su padre siguió la separación del matrimonio y la disgregación de los hermanos. El cólera le arrebató a su madre en 1832, y antes tuvo que afrontar la muerte de dos hermanos, uno mayor y la otra más pequeña que ella, sin contar con una funesta caída, de cuyas secuelas no se libró, y la incertidumbre ante un futuro inseguro. Todo ello aconteció en sus primeros 15 años de vida. En ese sombrío panorama, sin guía alguna ni mano amiga que la sostuviera en tanto sufrimiento, amparada por una pudiente familia de Châlons que la acogió, lo más lógico era poner en cuarentena las escasas raíces de la fe que poseía: «Viví unos años preguntándome sobre la base y el efecto de las creencias que no había comprendido… Mi ignorancia de la enseñanza de la Iglesia era inconcebible y con todo había recibido las instrucciones comunes del catecismo».

Vuelta a París con su padre, en la cuaresma de 1836 fue a Notre-Dame. Al escuchar la predicación del P. Lacordaire, discípulo de Lamennais, cambió el rumbo de su existencia. Aparcó la ajetreada vida social en la que estaba inmersa, y se dispuso a situar a Cristo en el centro de su corazón. Poco más tarde, el P. Combalot, predicador como el anterior, asumió su dirección espiritual. Y al ir penetrando en los entresijos del alma de la joven, se percató de su grandeza. Dios le ponía delante justamente a la persona que precisaba para fundar la orden que tenía in mente, en honor de Nuestra Señora de la Asunción con objeto de paliar las deficiencias de los jóvenes, especialmente de los incrédulos. Ella no lo tuvo tan claro, pero aceptó el designio de Dios que le sobrevenía a través de su confesor. Eso sí, compartía con él la idea de que la educación cristiana es clave para la vida, ya que bajo su influjo se obra una decisiva transformación personal que revierte en la sociedad. Pasó por el convento de la Visitación de La Côte-Saint-André, Isère, y quedó impregnada de la espiritualidad de san Francisco de Sales, sello perceptible en la fundación que emprendería en breve. En 1838 se produjo otro encuentro decisivo en su vida. Conoció al P. Emmanuel d’Alzon, vicario general de Nimes, que fue su confesor, y fundaría los Asuncionistas en 1845.Durante cuatro décadas iban a compartir colegialmente el mismo ideal, el amor a Cristo y a su Iglesia, así como el afán de esparcir el carisma por doquier. En 1839, junto a otras dos jóvenes, la santa puso en marcha la congregación religiosa de la Asunción. Llevaban una vida de oración y estudio. Aunaban contemplación y acción teniendo como pilares de su existir a Cristo y el misterio de su Encarnación.

En la primavera de 1841 las primeras religiosas que secundaron a la fundadora, antiguas amigas suyas, tomaron caminos divergentes a los del P. Combalot, con el que no compartían su modo de llevar adelante la obra. Anna sufrió mucho con el carácter del sacerdote, pero entendió maravillosamente que había sido un fértil instrumento que Dios puso para que la fundación fuese una realidad. Vivió en perfecta fe y obediencia, contribuyendo con su indeclinable entrega a esta misión para la que había sido llamada. Volviendo la vista atrás respecto a lo que fueron esos umbrales, veía cómo había sido impulsado todo por Cristo: «¡Todo viene de El, todo es pues de El y debe volver a Él!». Después de esta ruptura, quedaron bajo el amparo del arzobispo de París y de su vicario general, Monseñor Gros. En agosto hicieron los votos, y al año siguiente, con la ayuda de benefactores y amigos, entre otros el P. Lacordaire, inauguraron la primera escuela. Hubo en la vida de la fundadora muchos momentos de oscuridad y dificultades que vivió en silencio. Decía: «El camino hacia la santidad es un camino de separación y unión, de ruptura para crear un nuevo lazo de unión. En la vida religiosa solo se vive feliz y contento dejando a Dios hacer en nosotros todo lo que quiera… y quitarnos todos los apegos. Es la santidad de Dios la que lo quiere». En 1880 vivió con sumo dolor la separación del P. Enmanuel que la precedía en su camino hacia el cielo. Afirmó entonces: «Dios quiere que todo caiga a mi alrededor». Ocho años más tarde moría su más estrecha colaboradora, Thérèse-Emmanuel. Mientras, el Instituto seguía creciendo. Consciente de que la medida del amor es amar sin medida, conducía a las religiosas por el sendero de la radicalidad evangélica: «En la educación, una filosofía, un carácter, una pasión. Pero ¿qué pasión dar? La de la fe, la del amor, la de la realización del Evangelio». Ella misma, vencida por los achaques de la edad, corroboraba que lo único que se mantiene indemne es el amor.«Solo me queda ser buena», manifestaba. En 1897 paralizados sus miembros quedaba al descubierto en su semblante el poderoso brillo de la pasión por Cristo que estaba más vivo que nunca, como develaban sus ojos. Y el 10 de marzo de 1898 entregó su alma a Dios. Fue beatificada por Pablo VI el 9 de febrero de 1975. Benedicto XVI la canonizó el 3 de junio de 2007.

Fuente: El Evangelio del día.

San Melitón



SAN MELITÓN y COMPAÑEROS

Imperando Licinio, hizo publicar un edicto en que mandaba, so pena de la vida, abjurar la religión cristiana. Había en el ejército cuarenta soldados que eran cristianos, y el prefecto Agricolao los exhortó a negar la fe de Cristo. No siendo obedecido, hízolos encerrar en la cárcel, donde pasaron la noche cantando alabanzas al Señor, y Cristo se les apareció diciendo: «Bien habéis comenzado: mirad que acabéis bien». Arrojados desnudos en una laguna helada, pidieron al Señor que ninguno flaquease; mas uno de ellos, vencido del frío, se pasó a un baño caliente, y luego expiró.

Habiendo visto un portero que velaba bajar los ángeles con treinta y nueve coronas, movido de la maravilla, se hizo cristiano. Sacáronlos de la laguna para conducirlos en carros a una hoguera, y reservaron a San Melitón, que por ser más joven, había resistido más a la violencia del frío; pero su madre le cogió en sus brazos y le echó en uno de los carros, y todos fueron quemados el día 9 de Marzo año de 316.

Fuente: El evangelio del día.

Santos Mártires de Sebaste


Mártires de Sebaste  

Los 40 mártires de Sebaste (a. 320)  La Legión XII Fulminata se hizo célebre entre los cristianos del siglo IV por el martirio de 40 de sus soldados. Junto a la Legión XV Apollinaris tenía a su cargo la defensa de Asia Menor.  En el año 312 Constantino y Licinio publicaron un edicto favorable a los cristianos. Majencio había sido derrotado el 28 de Abril de ese año junto al puente Milvio y quedaba Constantino como único emperador de Occidente.

En Oriente, vencido Maximiano Daia, es Licinio el único dueño. Constantino y Licinio son emperadores asociados. Por ese momento hay abundantes cristianos enrolados en las filas del ejército por la tranquilidad que por años los fieles cristianos van disfrutando al amparo del edicto imperial. En lenguaje de Eusebio, el ambicioso Licinio se quita la máscara e inicia en Oriente una cruenta persecución contra los cristianos.   La verdad histórica del martirio, con sus detalles más nimios, no llega uniformemente a nuestros tiempos. La predicación viva de su entrega hasta la muerte -propuesta una y otra vez como paradigma a los fieles- está necesariamente adaptada a la necesidad interior de los diferentes auditorios; esto hace que se resalten más unos aspectos que otros, según lo requiera el mayor provecho espiritual, a los distintos oyentes y probablemente ahí radique la diferencia de las memorias.

San Gregorio de Nisa, apologista acérrimo de los soldados mártires, sitúa el lugar del martirio en Armenia, cerca de la actual Sivas, en la ciudad de Sebaste. Fue en el año 320 y en un estanque helado. (San Efrén, al comentarlo, debió imaginarlo tan grande que lo llamó “lago”)    Dice que de la XII Fulminata, cuarenta hombres aguerridos prefirieron la muerte gélida a renunciar a su fe cristiana. Sobre el hielo y hundiéndose en el rigor del agua fría, los soldados, con sus miembros yertos, se animan mutuamente orando: “Cuarenta, Señor, bajamos al estadio; haz que los cuarenta seamos coronados”. Quieren ser fieles hasta la muerte... pero uno de ellos flaquea y se escapa; el encargado de su custodia , asombrado por la entereza de los que mueren y aborreciendo la cobardía del que huye, entra en el frío congelador y completa el número de los que, enteros, mantienen su ideal con perseverancia.

Los sepultaron, también juntos, en el Ponto, dato difícil de interpretar por ser armenios los mártires.    Pronto comenzó el culto a los soldados y se propagó por Constantinopla, Palestina -donde santa Melania la Joven construyó un monasterio poniéndolo bajo su protección-, Roma y de allí a toda la cristiandad. La antigüedad cristiana vibraba con la celebración del heroísmo de sus soldados, admiró la valentía, la constancia, el desprendimiento, la renuncia a una vida larga y privilegiada.    Deseaban las iglesias particulares conseguir alguna de sus reliquias tanto que san Gaudencio afirma se valoraban más que el oro y san Gregorio Niseno las apreciaba hasta el punto de colocarlas junto a los cuerpos de sus padres para que en la resurrección última lo hicieran junto a sus valientes intercesores.

Fuente: El Evangelio del día.