I. Desde su nacimiento hasta su conversión (354-386)
Agustín nació en Tagaste el 13 de noviembre de 354. Tagaste,
hoy Souk Ahras, a unas 60 millas de Bona (la antigua Hippo-Regius), era
por aquel tiempo una ciudad pequeña y libre de la Numidia preconsular
que se había convertido recientemente del donatismo. Su familia
no era rica aunque sí eminentemente respetable, y su padre, Patricio,
uno de los decuriones de la ciudad, todavía era pagano;
sin embargo, las admirables virtudes que hicieron de Mónica
el ideal de madre cristiana consiguieron, a la larga, que su
esposo recibiera la gracia del bautismo y una muerte santa, alrededor
del año 371.
Agustín recibió una educación cristiana. Su madre
hizo que fuera señalado con la cruz e inscrito entre los catecúmenos.
Una vez, estando muy enfermo pidió el bautismo
pero pronto pasó todo peligro y difirió recibir el sacramento,
cediendo así a una deplorable costumbre de la época. Su
asociación con "hombres de oración" dejó profundamente
grabadas en su alma tres grandes ideas: La Divina Providencia, la vida
futura con terribles sanciones y, sobre todo, Cristo Salvador. "Desde
mi más tierna infancia llevaba dentro de lo más profundo
de mi ser, mamado con la leche de mi madre, el nombre de mi Salvador,
Vuestro Hijo; lo guardé en lo más recóndito de mi
corazón; y aún cuando todo lo que ante mí se presentaba
sin ese Divino Nombre, aunque fuese elegante, estuviera bien escrito e
incluso repleto de verdades, no fue bastante para arrebatarme de Vos"
(Confesiones, I, iv).
Pero una enorme crisis moral e intelectual sofocó todos estos
sentimientos cristianos durante cierto tiempo, siendo el corazón
el primer punto de ataque. Patricio, orgulloso del éxito de su
hijo en las escuelas de Tagaste y Madaura decidió enviarlo a Cartago
a preparase para una carrera forense; mas, desgraciadamente, se necesitaban
varios meses para reunir los medios precisos y Agustín tuvo que
pasar en Tagaste el decimosexto año de su vida disfrutando de un
ocio que resultó ser fatal para su virtud, pues se entregó
al placer con toda la vehemencia de una naturaleza ardiente. Al principio
rezaba, pero sin el sincero deseo de ser escuchado, y cuando llegó
a Cartago a finales del año 370 todas las circunstancias tendían
a apartarlo de su verdadero camino: las muchas seducciones de la gran
ciudad, aún medio pagana, el libertinaje de otros estudiantes,
los teatros, la embriaguez de su éxito literario y el orgulloso
deseo de ser el primero en todo, incluso en el mal. Al poco tiempo se
vio obligado a confesar a Mónica que se había metido en
una relación pecaminosa con la persona que dio a luz a su hijo
(372), "el hijo de su pecado" ¾ un enredo
del que tan sólo se redimió a sí mismo en Milán,
al cabo de quince años de esclavitud. Al evaluar esta crisis deben
evitarse dos extremos. Algunos la han exagerado, como Mommsen, tal vez
engañados por el tono de pesar en las "Confesiones": en la "Realencyklopädie"
(3d ed., II, 268) Loofs reprueba a Mommsen por este motivo y, sin embargo,
él mismo es demasiado indulgente con Agustín, al alegar
que en aquellos días la Iglesia permitía el concubinato.
Solamente las "Confesiones" ya demuestran que Loofs no entendió
el Canon 17º de Toledo. No obstante puede decirse que Agustín,
incluso en su caída, conservó cierta dignidad y sintió
compungimiento, lo que le honra; y desde los diecienueve años tuvo
un sincero deseo de romper con sus costumbres. De hecho, en 373, después
de leer el "Hortensio" de Cicerón, de donde absorbió ese
amor a la sabiduría que Cicerón elogia tan elocuentemente,
se manifestó en su vida una inclinación totalmente nueva
para él. A partir de entonces, Agustín consideró
la retórica únicamente como una profesión; la filosofía
le había ganado el corazón.
Desgraciadamente, tanto su fe como su moralidad iban a atravesar una
crisis terrible. En este mismo año, 373, Agustín y su amigo
Honorato cayeron en las redes de los maniqueos. Parece mentira que una
mente tan extraordinaria hubiera podido caer víctima de las vaciedades
orientales sintetizadas en un dualismo tosco y material que el persa Mani
(215-276) había introducido en África hacía apenas
cincuenta años. El mismo Agustín nos dice que se sintió
seducido por las promesas de una filosofía libre sin ataduras a
la fe; por los alardes de los maniqueos, que afirmaban haber descubierto
contradicciones en la Sagrada Escritura; y, sobre todo, por la esperanza
de encontrar en su doctrina una explicación científica de
la naturaleza y sus más misteriosos fenómenos. A la mente
inquisitiva de Agustín le entusiasmaban las ciencias naturales,
y los maniqueos declaraban que la naturaleza no guardaba secretos para
su doctor, Fausto. Además, Agustín se sentía atormentado
por el problema del origen del mal y al no resolverlo, reconoció
dos principios opuestos. Por añadidura, existía el poderoso
encanto de la irresponsabilidad moral en una doctrina que negaba el libre
albedrío y atribuía la comisión del delito a un principio
ajeno.
Una vez conquistado por esta secta, Agustín se dedicó a
ella con toda la fuerza de su ser; leyó todos sus libros, aceptó
y defendió todas sus opiniones. Su frenético proselitismo
llevó al error a su amigo Alipio, y a Romaniano, el amigo de su
padre que fue su mecenas en Tagaste y estaba sufragando los gastos de
estudios de Agustín. Fue durante este período maniqueo cuando
las facultades literarias de Agustín llegaron a su completo desarrollo,
y todavía era estudiante en Cartago cuando abrazó el error.
Dejó los estudios que, de haber continuado, lo habrían ingresado
en el forum litigiosum, pero prefirió la carrera de letras,
y Posidio nos cuenta que regresó a Tagaste a "enseñar gramática".
El joven profesor cautivó a sus alumnos y uno de ellos, Alipio,
apenas algo más joven que su maestro, sintiéndose reacio
a abandonarlo lo siguió hasta el error; después recibió
con él el bautismo en Milán,
y más adelante llegó a ser obispo de Tagaste, su ciudad
natal. Pero Mónica deploraba profundamente la herejía de
Agustín y no lo habría aceptado ni en su casa ni en su mesa
si no hubiera sido por el consejo de un santo obispo, quien declaró
que "el hijo de tantas lágrimas no puede perecer". Poco después
Agustín fue a Cartago, donde continuó enseñando retórica.
En este escenario más amplio, su talento resplandeció aún
más y alcanzó plena madurez en la búsqueda infatigable
de las artes liberales. Se llevó el premio en un concurso poético
en el que tomó parte, y el procónsul Vindiciano le confirió
públicamente la corona agonistica. Fue en este momento de
embriaguez literaria, cuando acababa de completar su primera obra sobre
æscetics, ahora perdida, que empezó a repudiar el maniqueísmo.
Las enseñanzas de Mani habían distado mucho de calmar su
intranquilidad, incluso cuando Agustín disfrutaba del fervor inicial,
y aunque se le haya acusado de haber sido sacerdote de la secta, nunca
lo iniciaron ni nombraron entre los "electos", sino que permaneció
como "oyente", el grado más bajo de la jerarquía. Él
mismo nos explica el por qué de su desencanto. En primer lugar
estaba la espantosa depravación de la filosofía maniquea
¾ "destruyen todo y no construyen nada";
después, esa terrible inmoralidad que contrasta con su afectación
de la virtud; la flojedad de sus argumentos en controversia con los católicos,
a cuyos argumentos sobre las Escrituras la única respuesta que
daban era: "Las Escrituras han sido falsificadas". Pero lo peor de todo
es que entre ellos no encontró la ciencia ¾
ciencia en el sentido moderno de la palabra ¾
ese conocimiento de la naturaleza y sus leyes que le habían prometido.
Cuando les hizo preguntas sobre los movimientos de las estrellas, ninguno
de ellos supo contestarle. "Espera a Fausto", decían, "él
te lo explicará todo". Por fin, Fausto de Mileve, el celebrado
obispo maniqueo, llegó a Cartago; Agustín fue a visitarlo
y le interrogó; en sus respuestas descubrió al retórico
vulgar, un completo ignorante de toda sabiduría científica.
Se había roto el hechizo y, aunque Agustín no abandonó
la secta inmediatamente, su mente ya rechazó las doctrinas maniqueas.
La ilusión había durado nueve años.
Pero la crisis religiosa de esta gran alma sólamente se resolvería
en Italia, bajo la influencia de Ambrosio. En el año 383, a la
edad de veintinueve años, Agustín cedió a la irresistible
atracción que Italia ejercía sobre él, pero -como
su madre sospechara su partida y estaba determinada a no separarse de
él- recurrió al subterfugio de embarcarse escabulléndose
por la noche. Recién llegado a Roma cayó gravemente enfermo;
al recuperarse abrió una escuela de retórica, pero repugnado
por las argucias de los alumnos que le engañaban descaradamente
con los honorarios de las clases, presentó una solicitud a una
cátedra vacante en Milán, la obtuvo y Sínmaco, el
prefecto, lo aceptó. Cuando visitó al obispo Ambrosio se
sintió tan cautivado por la amabilidad del santo que comenzó
a asistir con regularidad a sus discursos. Sin embargo, antes de abrazar
la Fe, Agustín sufrió una lucha de tres años en los
que su mente atravesó varias fases distintas. Primero se inclinó
hacia la filosofía de los académicos con su escepticismo
pesimista; después la filosofía neoplatónica le inspiró
un genuino entusiasmo. Estando en Milán, apenas había leído
algunas obras de Platón y, más especialmente, de Plotinio
cuando despertó a la esperanza de encontrar la verdad. Una vez
más comenzó a soñar que él y sus amigos podrían
dedicar la vida a su búsqueda, una vida limpia de todas las vulgares
aspiraciones a honores, riquezas o placer, y acatando el celibato como
regla (Confesiones, VI). Pero era solamente un sueño; todavía
era esclavo de sus pasiones. Mónica, que se había reunido
con su hijo en Milán, insistió para que se desposara, pero
la prometida en matrimonio era demasiado joven y, si bien Agustín
se desligó de la madre de Adeodato, enseguida otra ocupó
el puesto. Así fue como atravesó un último período
de lucha y angustia. Finalmente, la lectura de las Sagradas Escrituras
le iluminaron la mente y pronto le invadió la certeza de que Jesucristo
es el único camino de la verdad y de la salvación. Después
de esto, sólo se resistía el corazón. Una entrevista
con Simpliciano, futuro sucesor de San Ambrosio, que contó a Agustín
la historia de la conversión del celebrado retórico neoplatónico
Victorino (Confesiones, VIII, I, I,ii), abrió el camino para el
golpe de gracia definitivo que a la edad de treinta y tres años
lo derribó al suelo en el jardín, en Milán (septiembre,
386). Unos cuantos días después, estando Agustín
enfermo, se aprovechó de las vacaciones de otoño y, renunciando
a su cátreda, se marchó con Mónica, Adeodato, y sus
amigos a Casicíaco, la propiedad campestre de Verecundo, para allí
dedicarse a la búsqueda de la verdadera filosofía que para
él ya era inseparable del Cristianismo.
Gradualmente, Agustín se fue familiarizando con la doctrina cristiana,
y la fusión de la filosofía platónica con los dogmas
revelados se iba formando en su mente. La ley que le condujo a este cambio
de pensar ha sido frecuentemente mal interpretada en estos últimos
años, y es lo bastante importante como para definirla con precisión.
La soledad en Casicíaco hizo realidad un anhelo soñado desde
hacía mucho tiempo. En sus libros "Contra los académicos",
Agustín ha descrito la serenidad ideal de esta existencia, que
sólo la estimula la pasión por la verdad. Completó
la enseñanza de sus jóvenes amigos, ya con lecturas literarias
en común, ya con conferencias fisosóficas?, conferencias
a las que a veces invitaba a Mónica y que, recopiladas por un secretario,
han proporcionado la base de los "Diálogos". Más adelante
Licentius recordaría en sus "Cartas" esas deliciosas mañanas
y atardeceres filosóficos en los que Agustín solía
evolucionar los incidentes más corrientes en las más elevadas
discusiones. Los tópicos favoritos de las conferencias eran la
verdad, la certeza ( Contra los académicos), la verdadera felicidad
en la filosofía (De la vida feliz ), el orden de la Providencia
en el mundo y el problema del mal (De Ordine) y, por último, Dios
y el alma (Soliloquios, Acerca de la inmortalidad del alma).
De aquí surge la curiosa pregunta planteada por los críticos
modernos: ¿Era ya cristiano Agustín cuando escribió los
"Diálogos" en Casicíaco? Hasta ahora, nadie lo había
puesto en duda; los historiadores, basándose en las "Confesiones",
habían creído todos que el doble objetivo de Agustín
para retirarse a la quinta fue mejorar la salud y prepararse para el bautismo.
Pero hoy en día ciertos críticos aseguran haber descubierto
una oposición radical entre los "Diálogos" filosóficos
que escribió en este retiro, y el estado del alma que describe
en las "Confesiones". Según Harnack, cuando Agustín escribió
las "Confesiones" tuvo que haber proyectado los sentimientos del obispo
del año 400 en el ermitaño del año 386. Otros van
más lejos y sostienen que el ermitaño de la quinta milanesa
no podía haber sido cristiano de corazón, sino platónico;
que la conversión en la escena del jardín no fue al cristianismo,
sino a la filosofía; y que la fase genuinamente cristiana no comenzó
hasta 390. Pero esta interpretación de los "Diálogos" no
encaja con los hechos ni con los textos. Se ha admitido que Agustín
recibió el bautismo en Pascua,
en 387; ¿a quién puede ocurrírsele que esta ceremonia careciera
de sentido para él? Y, ¿cómo puede aceptarse que la escena
en el jardín, el ejemplo de sus retiros, la lectura de S.
Pablo, la conversión de Victorino, el éxtasis de Agustín
al leer los Salmos con Mónica, todo esto fueran invenciones hechas
después? Además, Agustín escribió la hermosa
apología "Sobre la Santidad de la Iglesia Católica" en 388
¿cómo puede concebirse que todavía no fuera cristiano en
esa fecha? No obstante, para resolver el argumento lo único que
hace falta es leer los propios "Diálogos" que son, con certeza,
una obra puramente filosófica y, tal como Agustín reconoce
ingenuamente, ¾ una obra de juventud,
además, no sin cierta pretensión (Confesiones, IX, iv);
sin embargo, contienen la historia completa de su formación cristiana.
Ya por el año 386, en la primera obra que escribió en Casicíaco
nos revela el gran motivo subyacente de sus investigaciones. El objeto
de su filosofía es respaldar la autoridad con la razón y,
"para él, la gran autoridad, ésa que domina todas las demás
y de la cual jamás deseaba desviarse, es la autoridad de Cristo";
y si ama a los platónicos es porque cuenta con encontrar entre
ellos interpretaciones que siempre estén en armonía con
su fe (Contra los académicos, III, c. x). Esta seguridad y confianza
era excesiva, pero permanece evidente que el que habla en estos "Diálogos"
es cristiano, no platónico. Nos revela los más íntimos
detalles de su conversión, el argumento que lo convenció
a él (la vida y conquistas de los apóstoles), su progreso
dentro de la Fe en la escuela de San Pablo (ibid., II,ii), las deliciosas
conferencias con sus amigos sobre la Divinidad de Jesucristo,
las maravillosas transformaciones que la fe ejerció en su alma,
incluso conquistando el orgullo intelectual que los estudios platónicos
habían despertado en él (De la vida feliz), y por fin, la
calma gradual de sus pasiones y la gran resolución de elegir la
sabiduría como única compañera (Soliloquios, I, x).
Ahora es fácil apreciar en su justo valor la influencia que el
neoplatonismo ejerció en la mente del gran doctor africano. Sería
imposible para cualquiera que haya leído las obras de San Agustín
negar que esta influencia existe, pero también sería exagerar
enormemente esta influencia pretender que en algún momento sacrificó
el Evangelio por Platón. El mismo crítico docto sabiamente
deduce de su estudio la siguiente conclusión: "Por lo tanto, San
Agustín es francamente neoplatónico siempre y cuando esta
filosofía esté de acuerdo con sus doctrinas religiosas;
en el momento que surge una contradicción, no duda nunca en subordinar
su filosofía a la religión, y la razón a la fe. Era
ante todo cristiano; las cuestiones filosóficas que constantemente
tenía en la cabeza iban siendo relegadas con más y más
frecuencia a un segundo plano" (op. Cit., 155). Pero el método
era peligroso; al buscar así armonía entre las dos doctrinas
creyó, demasiado fácilmente, encontrar la cristiandad en
Platón o el platonismo en el Evangelio. Más de una vez,
en "Retractationes" y en otros lugares, reconoce que no siempre ha evitado
este peligro. Así, imaginó haber descubierto en el platonismo
la doctrina completa del Verbo y el prólogo entero de San Juan.
Asimismo, desmintió un gran número de teorías neoplatónicas
que al principio lo habían conducido al error ¾
la tesis cosmológica de un alma universal, que hace del mundo un
animal inmenso- las dudas platónicas sobre esa grave pregunta:
¿Hay un alma única para todo el universo o cada uno tiene un alma
distinta? Pero, por otra parte, como Schaff observa muy adecuadamente
(San Agustín, Nueva York, 1886, p. 51), siempre había reprochado
a los platónicos el que rechazaran o desconocieran los puntos fundamentales
del cristianismo: "primero, el gran misterio, el Verbo hecho carne; y
después, el amor, descansando sobre una base de humildad". También
ignoran la gracia, dice, dando sublimes preceptos de moralidad sin ninguna
ayuda para alcanzarlos.
Lo que Agustín perseguía con el bautismo
cristiano era la gracia Divina. En el año 387, hacia principios
de cuaresma, fue a Milán y, con Adeodato y Alipio, ocupó
su lugar entre los competentes y Ambrosio lo bautizó
el día de Pascua Florida o, al menos, durante el tiempo Pascual.
Cuenta la tradición que en esta ocasión el obispo y el neófito,
alternándose, cantaron el Te Deum, pero esto es infundado. Sin
embargo, esta leyenda ciertamente expresa la alegría de la Iglesia
al recibir como hijo a aquel que sería su más ilustre doctor.
Fue entonces cuando Agustín, Alipio, y Evodio decidieron retirarse
en aislamiento a África. Agustín, no hay duda, permaneció
en Milán hasta casi el otoño continuando sus obras: "Acerca
de la inmortalidad del alma" y "Acerca de la música". En el otoño
de 387 estaba a punto de embarcarse en Ostia cuando Mónica fue
llamada de esta vida. No hay páginas en toda la literatura que
alberguen un sentimiento más exquisito que la historia de su santa
muerte y del dolor de Agustín (Confesiones, IX). Agustín
permaneció en Roma varios meses, principalmente ocupándose
de refutar el maniqueísmo. Después de la muerte del tirano
Máximo (agosto 388) navegó a África, y al cabo de
una corta estancia en Cartago regresó a Tagaste, su tierra natal.
Al llegar allí, inmediatamente deseó poner en práctica
su idea de una vida perfecta comenzando por vender todos sus bienes y
regalar a los pobres el producto de estas ventas. A continuación,
él y sus amigos se retiraron a sus tierras, que ya no le pertenecían,
para llevar una vida en común de pobreza, oración, y estudio
de las cartas sagradas. El libro de las "LXXXIII cuestiones" es el fruto
de las conferencias celebradas en este retiro, en el que también
escribió "De Genesi contra Manichaeos", "De Magistro", y "De Vera
Religione."
Agustín no pensó en entrar en el sacerdocio y, por temor
al episcopado, incluso huyó de las ciudades donde obligatoriamente
tenía que elegir. Un día en Hipona, donde lo había
llamado un amigo cuya salvación del alma estaba en peligro, estaba
rezando en una iglesia cuando de repente la gente se agrupó a su
alrededor aclamándole y rogando al obispo, Valerio, que lo elevara
al sacerdocio. A pesar de sus lágrimas, Agustín se vio obligado
a ceder a las súplicas y fue ordenado en 391. El nuevo sacerdote
consideró esta reciente ordenación un motivo más
para volver a su vida religiosa en Tagaste, lo que Valerio aprobó
tan categóricamente que puso cierta propiedad de la iglesia a disposición
de Agustín, permitiendo así que estableciera un monasterio
en el mismo momento que lo había fundado. Sus cinco años
de ministerio sacerdotal fueron enormemente fructíferos; Valerio
le había rogado que predicara, a pesar de que en África
existía la deplorable costumbre de reservar ese ministerio para
los obispos. Agustín combatió la herejía, especialmente
el maniqueísmo, y tuvo un éxito prodigioso. A Fortunato,
uno de sus grandes doctores al que Agustín había retado
en conferencia pública, le humilló tantísimo verse
derrotado que huyó de Hipona. Agustín también abolió
el abuso de celebrar banquetes en las capillas de los mártires.
El 8 de octubre del año 393 tomó parte en el Concilio plenario
de África, presidido por Aurelio, obispo de Cartago, y a petición
de los obispos se vió obligado a dar un discurso que, en su forma
completa, más tarde llegó a ser el tratado de "De Fide et
symbolo."
Valerio, obispo de Hipona, debilitado por la vejez, obtuvo la autorización
de Aurelio, primado de África, para asociar a Agustín con
él, como coadjutor. Agustín se hubo de resignar a que Megalio,
primado de Numidia, lo consagrara. Tenía entonces cuarenta y dos
años y ocuparía la sede de Hipona durante treinta y cuatro.
El nuevo obispo supo combinar bien el ejercicio de sus deberes pastorales
con las austeridades de la vida religiosa y, aunque abandonó su
convento, transformó su residencia episcopal en monasterio, donde
vivió una vida en comunidad con sus clérigos, que se comprometieron
a observar la pobreza religiosa. Lo que así fundó, ¿fue
una orden de clérigos corrientes o de monjes? Esta pregunta ha
surgido con frecuencia, pero creemos que Agustín no se paró
mucho a considerar estas distinciones. Fuera como fuere, la casa episcopal
de Hipona se transformó en una verdadera cuna de inspiración
que formó a los fundadores de los monasterios que pronto se extendieron
por toda África, y a los obispos que ocuparon las sedes vecinas.
Possidio (Vita S. August., xxii) enumera diez de los amigos del santo
y discípulos que ocuparon el trono episcopal. Fue por esto que
Agustín ganó el título de patriarca de los religiosos
y renovador de la vida del clero en África.
Pero, ante todo, fue defensor de la verdad y pastor de las almas. Sus
actividades doctrinales, cuya influencia estaba destinada a durar tanto
como la Iglesia misma, fueron múltiples: predicaba con frecuencia,
a veces cinco días consecutivos, y de sus sermones manaba tal espíritu
de caridad que conquistó todos los corazones; escribió cartas
que divulgaron sus soluciones a los problemas de la época por todo
el mundo entonces conocido; dejó su espíritu grabado en
diversos concilios africanos a los que asistió, por ejemplo, los
de Cartago en 398, 401, 407, 419 y Mileve en 416 y 418; y por último,
luchó infatigablemente contra todos los errores. Describir estas
luchas sería interminable; por tanto, seleccionaremos solamente
las principales controversias y en cada una indicaremos cuál fue
la postura doctrinal del gran obispo de Hipona.
Después de ser ordenado obispo, el entusiasmo que Agustín
había demostrado desde su bautismo en acercar a sus antiguos correligionarios
a la verdadera Iglesia tomó una forma más paternal, sin
llegar a perder el prístino ardor -"dejad que se encolericen contra
nosotros aquellos que desconocen cuán amargo es el precio de obtener
la verdad. En cuanto a mí, os mostraría la misma indulgencia
que mis hermanos mostraron conmigo cuando yo erraba ciego por vuestras
doctrinas" (Contra Epistolam Fundamenti, iii). Entre los acontecimientos
más memorables ocurridos durante esta controversia, cuenta la gran
victoria que en 404 obtuvo sobre Félix, uno de los "electos" de
los maniqueos y gran doctor de la secta. Estaba propagando sus errores
en Hipona, y Agustín y le invitó a una conferencia pública
cuyo tema necesariamente causaría un gran revuelo; Félix
se declaró derrotado, abrazó la Fe y, junto con Agustín,
contribuyó a los actos de la conferencia. Agustín, en sus
escritos, sucesivamente refutó a Mani (397), al famoso Fausto (400),
a Secundino (405), y (alrededor de 415) al fatalista Prisciliano a quien
Pablo Orosio había denunciado. Estos escritos contienen claramente
el pensamiento incuestionable del santo sobre el eterno problema del mal,
pensamiento basado en un optimismo que, igual que los platónicos,
proclama que todo lo que procede de Dios es bueno y la única fuente
del mal moral es la libertad de las criaturas (De Civitate Dei, XIX, c.
xiii,n.2). Agustín defiende el libre albedrío, incluso en
el hombre como es, con tal ardor que sus obras contra los maniqueos son
una inagotable reserva de argumentos en esta controversia todavía
en debate.
Los jansenistas han sostenido en vano que Agustín era inconscientemente
pelagiano, y que después reconoció la pérdida de
la libertad por el pecado de Adán. Los críticos modernos,
sin duda desconocedores del complicado sistema del santo y de su peculiar
terminología, han ido mucho más lejos. En la "Revue d'histoire
et de littérature religieuses" (1899, p. 447), M. Margival muestra
a San Agustín como una víctima del pesimismo metafísico
absorbido inconscientemente de las doctrinas maniqueas. "Nunca" dice,
"la idea oriental de la necesidad y la eternidad del mal, ha tenido un
defensor con más entusiasmo que este obispo". Agustín reconoce
que todavía no había comprendido cómo la primera
inclinación buena de la voluntad es un don de Dios (Retractations,
I, xxiii, n, 3); pero hay que recordar que nunca se retractó de
sus principales teorías sobre el libre albedrío y nunca
modificó su opinión sobre lo que constituye la condición
esencial, es decir, la plena potestad de elegir o de decidir. ¿Quién
se atrevería a decir que cuando revisó sus propios escritos
le faltó claridad de percepción o sinceridad en un punto
tan importante?
B. La controversia donatista y la teoría de la Iglesia
B. La controversia donatista y la teoría de la Iglesia
El cisma donatista fue el último episodio en las controversias
de Montano y Novato que habían agitado la Iglesia desde el siglo
segundo. Mientras en Oriente se discutían aspectos variados del
problema Divino y Cristológico del Verbo, Occidente, sin duda por
su carácter más práctico, se ocupó del problema
moral del pecado en todas sus formas. El dilema general era la santidad
de la Iglesia; ¿Podía ser perdonado el pecador y dejar que continuara
en su seno? En África, el dilema concernía especialmente
a la santidad de la jerarquía. Los obispos de Numidia, que en el
año 312 habían rehusado aceptar como válida la consagración
de Ceciliano, obispo de Cartago, habían introducido el cisma por
un traditor, y al mismo tiempo propusieron estas graves preguntas:
¿dependen los poderes jerárquicos del mérito moral del sacerdote?
¿cómo puede la santidad de la Iglesia ser compatible con la falta
de mérito de sus ministros?
Cuando Agustín llegó a Hipona, el cisma ya había
alcanzado enormes proporciones y se había identificado con las
tendencias políticas ¾ quizás
con un movimiento nacional contra la dominación romana. De todas
formas, es fácil descubrir una oculta corriente de venganza antisocial
que los emperadores tuvieron que combatir con leyes estrictas. La extraña
secta conocida por "Soldados de Cristo", y llamadas por los católicos
Circumcelliones (bandoleros, vagabundos), era semejante a las sectas
revolucionarias de la Edad Media en un momento de destrucción fanática
¾ hecho que no debe perderse de vista
si se va a apreciar debidamente la severa legislación de los emperadores.
La historia de las luchas de Agustín contra los donatistas también
es la de su cambio de opinión en cuanto a la rigurosas medidas
a emplear contra los herejes; y la Iglesia en África, de cuyos
concilios él había sido el alma, siguió su ejemplo.
Este cambio de posición lo atestigua solemnemente el mismo obispo
de Hipona, especialmente en sus Cartas, xciii, (en el año 408).
Al principio buscó restablecer la unidad por medio de conferencias
y amistosas discusiones. Inspiró varias medidas conciliadoras en
los concilios africanos, y envió embajadores a los donatistas invitándolos
a reintegrarse a la Iglesia o, al menos, apremiándolos a que enviaran
diputados a una conferencia (403). Al principio los donatistas respondieron
con silencio, después con insultos, y por último con una
violencia tal que Posidio, obispo de Calamet, amigo de Agustín,
tuvo que huir para librarse de la muerte, el obispo de Bagaïa quedó
cubierto con horribles heridas, y el mismísimo obispo de Hipona
sufrió varios atentados contra su vida (Carta lxxxviii, a Januarius,
el obispo donatista). Esta locura de los circumcelliones exigía
una represión dura y Agustín, siendo testigo de las muchas
conversiones que surgieron de todo esto, aprobó a partir de entonces
unas rígidas leyes. No obstante, hay que señalar esta importante
salvedad: San Agustín jamás deseó que la herejía
se castigara con la muerte ¾ Vos rogamos
ne occicatis (Epístola c, al procónsul Donato). Pero
los obispos aún estaban a favor de celebrar una conferencia con
los cismáticos, y en 410 Honorio proclamó un edicto que
puso fin a la negativa donatista. En junio de 411 tuvo lugar una conferencia
solemne en Cartago, en presencia de 279 obispos donatistas y 286 católicos.
Los portavoces de los donatistas eran Petiliano de Constantinopla, Primiano
de Cartago, y Emeritus de Cesárea; los oradores católicos
eran Aurelio y Agustín. En cuanto a la cuestión histórica
que entonces se debatía, el obispo de Hipona demostró la
inocencia de Cecilio y de su consagrante Félix; y en el debate
dogmático estableció la tesis católica de que la
Iglesia puede, sin perder su santidad, tolerar bajo su palio a los pecadores
a fin de convertirlos. En nombre del emperador, el procónsul Marcelino
declaró la victoria de los católicos en todos los puntos.
Poco a poco el donatismo fue decayendo hasta desaparecer con la llegada
de los vándalos.
Agustín desarrolló su teoría de la Iglesia tan amplia
y magníficamente que, según Specht, "merece que se le llame
el Doctor de la Iglesia además de "Doctor de la Gracia"; y Möhler
(Dogmatik, 351) no tiene miedo de escribir: "Desde los tiempos de San
Pablo, no se ha escrito nada sobre la Iglesia que tenga la profundidad
de sentimiento y la fuerza de concepto comparable a las obras de S.Agustín".
Ha corregido, perfeccionado e incluso superado las hermosas páginas
de San Cipriano sobre la institución divina de la Iglesia, su autoridad,
sus notas esenciales, y su misión en la distribución de
la gracia y administración de los sacramentos.
Los críticos protestantes, Dorner, Bindemann, Böhringer y
especialmente Reuter, proclaman bien alto, e incluso a veces exageran,
este papel que desempeñó el doctor de Hipona; y si bien
Harnack no está completamente de acuerdo con ellos en todos los
aspectos, no duda en decir (Historia del Dogma, II, c., iii): "Es uno
de los puntos en los que Agustín especialmente afirma y vigoriza
la idea católica. Fue el primero [!] en transformar la autoridad
de la Iglesia en una potencia religiosa, y en conferir a la religión
práctica el don de doctrina de la Iglesia". No fue el primero,
pues Dorner reconoce (Agustinus, 88) que Optato de Mileve ya había
expuesto la base de la mismas doctrinas. Sin embargo Agustín profundizó,
sistematizó y completó las ideas de San Cipriano y Optato;
pero aquí es imposible meterse en más detalles. (Véase
Specht, Die Lehre von der Kirche nach dem hl. Augustinus, Paderborn, 1892.)
El final de la lucha contra los donatistas casi coincidió con
los comienzos de una gravísima disputa teológica que no
sólo iba a exigir la plena atención de Agustín hasta
el momento de su muerte, sino que también se convertiría
en un eterno problema para los individuos y para la Iglesia. Más
adelante nos extenderemos en el sistema de Agustín; aquí
sólo necesitamos señalar las fases de la controversia. África,
donde Pelagio y su discípulo Celestio habían buscado refugio
después de la toma de Roma por Alarico, fue el centro principal
de los primeros desórdenes pelagianos; ya en 412 un concilio celebrado
en Cartago condenó a los pelagianos por sus ataques a la doctrina
del pecado original. Entre
otros libros que Agustín escribió en contra de ellos estaba
el famoso "De naturâ et gratiâ", gracias al cual los concilios
celebrados más tarde en Cartago y Mileve confirmaron la condena
a estos innovadores que habían conseguido engañar a un Sínodo
reunido en Diospolis en Palestina, condena que fue reiterada después
por el papa Inocencio I (417). Un segundo período de intrigas pelagianas
se suscitó en Roma, pero el papa Zósimo, a quien las estratagemas
de Celestio tuvieron momentáneamente cegado hasta que Agustín
le hizo abrir los ojos, pronunció la solemne condena de estos herejes
en 418. A partir de entonces el combate se hizo por escrito contra Julián
de Eclanum, que asumió el liderazgo del partido y atacó
violentamente a Agustín. Hacia 426 se unió a las listas
una escuela que después se llamó semipelagiana, sus primeros
miembros eran monjes de Hadrumetum en África, a los que siguieron
otros de Marsella, dirigidos por Cassian, el celebrado abad de San Victor.
Sin poder admitir la absoluta gratuidad de la predestinación, buscaron
un punto medio entre San Agustín y Pelagio, y sostenían
que la gracia se debe otorgar a aquellos que la merezcan y negarla a los
demás; por lo tanto, la buena voluntad tiene precedencia, pues
desea, pide y Dios recompensa. Cuando Próspero de Aquitania le
informó sobre estas ideas, una vez más, el santo doctor
expuso en "De Prædestinatione Sanctorum" cómo incluso estos
primeros deseos de salvación existen en nosotros debido a la gracia
de Dios, lo que por tanto controla absolutamente nuestra predestinación.
D. Luchas contra el Arrianismo y los últimos años
D. Luchas contra el Arrianismo y los últimos años
En 426, el santo obispo de Hipona a los setenta y dos años de
edad, deseando ahorrar a su ciudad episcopal la agitación de una
elección después de su muerte, hizo que tanto el pueblo
como el clero proclamaran la elección del diácono Heraclio
como auxiliar y sucesor suyo, y le transfirió la administración
de materias externas. Agustín podría haber disfrutado de
algo de descanso (427) si no hubiera sido por la agitación en África
debido a la inmerecida desgracia y a la revuelta del conde Bonifacio.
Los godos, enviados por la emperadora Placidia para oponerse a Bonifacio,
y los vándalos, a quienes llamó después en su ayuda,
eran todos arrianos. Maximino, un obispo arriano, entró en Hipona
con las tropas imperiales. El santo doctor defendió la fe en una
conferencia pública (428) y en varios escritos. Profundamente apenado
por la devastación de África, se afanó por conseguir
una reconciliación entre el conde Bonifacio y la emperatriz. Efectivamente
la paz volvió a establecerse, pero no con Genseric, el rey vándalo.
Vencido Bonifacio, buscó refugio en Hipona, donde muchos obispos
ya habían huído en busca de protección y esta ciudad
bien fortificada iba a padecer los horrores de dieciocho meses de asedio.
Con gran esfuerzo por controlar su angustia, Agustín continuó
refutando a Julián de Eclanum pero cuando comenzó el asedio
fue víctima de lo que resultó ser una enfermedad mortal,
y al cabo de tres meses de admirable paciencia y ferviente oración,
partió de esta tierra de exilio el 28 de agosto de 430, en el año
septuagésimo octavo año de su vida.
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