San Adrián. Este último era un centurión romano, de la
milicia imperial, en la época del emperador Maximiano, a finales del siglo III.
En una ocasión, mientras custodiaba a 33 cautivos cristianos condenados al
martirio, estos lo convirtieron a su fe cuando él les preguntó qué recompensa
esperaban obtener por el castigo que estaban a punto de sufrir. "La gloria
de Dios", fue la convincente respuesta.
Adrián los dejó libres y, desde luego, fue apresado por órden
del propio emperador. Lo torturaron para que confesara dónde estaban los
prisioneros, pero Adrián resistió. Ante su negativa, hicieron traer a su
esposa, Natalia, para que presenciara el suplicio. Ella, que era cristiana en
secreto desde hacía algún tiempo, en lugar de presionarlo para que confesara,
le dio ánimos para resistir, para que no pensara el mundo terrenal, sino en la
gloria divina.
Los torturadores, entonces, cortaron las manos del
centurión, que murió desangrado. Su esposa escondió una de sus manos entre la
ropa y huyó, al poco tiempo, junto a otros cristianos en un barco, llevando
sólo la mano de su esposo. Pero en mitad de la travesía, una terrible tormenta
dejó la nave a la deriva.
Entonces la mano de Adrián tomó el timón y llevó
a los fugitivos a un sitio seguro. Luego, Natalia llevó la mano al lugar donde
estaba enterrado el mártir, la puso junto al cuerpo y murió abrazada al esposo.
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